domingo, 18 de marzo de 2012

escapar

hoy te hablaré sobre mañana



Hoy te hablaré de mañana
Sara miraba horrorizada aquellos bailes y no comprendía nada. Su hermana Samira, tan solo un año mayor que ella, daba vueltas sobre sí y giraba el cuello con incomprensibles contorsiones. Sus padres la miraban orgullosos y también sus tíos y sus vecinos. Su madre Fátima se afanaba en hacer té y traer más galletas. Sus ojos tenían el brillo de quien empieza un viaje apasionante. Los músicos pararon a medianoche cuando la abuela de Sara, la más vieja del clan le hacía entrega del mismo pañuelo que su abuela le había dado hacía ya sesenta años. El momento era el mismo para todas las adolescentes en el pueblo. La primera menstruación marcaba algo que la mayoría de las jóvenes esperaba con la ilusión del que cubre una etapa, de hacerse mayor, de hablar con las demás mujeres del pueblo y dejar atrás los aburridos juegos infantiles. Era un pañuelo azul turquesa con bolas verdes a los lados y rayas rosadas que se entrecruzaban. Su olor impregnó toda la sala con una mezcla de incienso y jazmín y hechizó a cuantos pasaban por la calle. Su abuela se lo puso con la habilidad de quien hace las cosas sin pensar y lanzó un grito de satisfacción. De nuevo comenzó la música y algunos vecinos se acercaron a compartir la algarabía familiar. Su padre anunció que ya había un pretendiente y sentó a Samira a su lado. Habló algo que nadie pudo oír y ella asintió con lágrimas en los ojos. Sara sabía bien quien era el susodicho y no pudo evitar una mueca de disgusto. Su hermana siempre hablaba de casarse y vivir cerca de la fuente, pero nunca de él.
Al día siguiente, Sara acompañó a su hermana Samira a la ceremonia de los bolillos. Era ésta una ceremonia que consistía en que todos los niños y niñas del pueblo, estas últimas siempre y cuando ya tuviesen el velo, acudían a casa del curandero y éste predecía su futuro. Los bolillos no eran sino unas tarjetas atadas por un hilo que formaban una especie de baraja de cartas. El curandero pedía al niño o niña en cuestión que introdujese un largo alfiler de madera en ella y leía lo que el futuro le iba a deparar. Las cartas decían si ibas a ser maestro o herrero, comerciante o carpintero. Tus próximos cincuenta años como si fuesen una partida de Black Jack a una sola carta. No había descarte. El Imán desaprobaba dichas prácticas pero tenían mucho arraigo y las familias creían lo que disponía a pies juntillas de tal manera que enfocaban la educación de sus hijos en este sentido.
En realidad no era una baraja de cartas sino dos porque había una para las chicas y otra para los chicos, que era mucho más gruesa ya que las opciones eran mayores. Sara siempre había oído que era mejor meter la aguja por el final porque quien quiera que hubiese diseñado el artilugio había puesto los oficios más tradicionales y comunes al principio y así se lo dijo a Samira que todavía cansada de la noche anterior estaba muerta de miedo.

Sara la espero fuera de la casa del curandero durante una hora y la vio salir corriendo con el velo en las manos y lagrimas en los ojos. No debía haber ido pues muy bien la predicción porque en un mes estaba casada y muy pronto esperando su primer bebé. Seguro que con los nervios había olvidado elegir una de las tarjetas del final. Samira se mostró esquiva durante ese mes. Se refugió en si misma y ni a su hermana dirigía la palabra. Tras la boda fue a vivir a otra casa que su marido había construido sobre la que sus padres poseían.
En el pueblo, cuando uno se hacía una casa siempre dejaba el tejado plano para recoger con una tubería toda el agua de las lluvias y además dejaba unas vigas preparadas en el mismo para que el primer hijo en independizarse solo tuviese que cubrirlo con ladrillos y un sencillo tejado. Algunas casas tenían hasta cuatro pisos.
A decir verdad, Sara se preguntaba para que tantas ceremonias y bolillos si casi todas las chicas de su pueblo hacían lo mismo que no era sino ayudar en casa a su madre, ir ocasionalmente y a hurtadillas a la escuela, ir al horno comunal a por el pan y a las tardes a la cooperativa a hacer alfombras. Al casarse hacían lo mismo pero para la casa de su marido. En realidad era ir a la cooperativa su ocupación favorita porque las mujeres cantaban y contaban chismorreos, o escuchaban música en la radio mientra oían el hipnótico ruido de los telares de fondo. Sara no quería ser como su hermana que era como su madre y como su abuela. Soñaba con visitar Beverley Hills y entrar en una tienda de la Quinta avenida. Quería ser azafata y dar la vuelta al mundo varias veces a bordo de un gran Jumbo. Cuando se lo contaba a su hermana Samira, ésta se reía y le llamaba loca mientras, entre carcajadas, le embadurnaba la cara de barro porque así se parecería más a un chico de quien eran más propios tales pensamientos.Le recogía el pelo, dejándole la raya a un lado y le pintaba bigote con henna, para que pareciese a Omar Sharif en alguna de sus películas.
El día de la puesta del velo y la ceremonia de bolillos también se aproximaba para Sara y su madre se lo recordaba incesantemente. Algunas de las chicas de su clase ya habían ido y volvían al colegio al día siguiente con cuentos de lo felices que iban a ser y de los hijos y nietos que iban a tener. Sara les preguntaba por sus futuros trabajos pero la mayoría se encogía de hombros y contestaba:
“…Para que me voy a preocupar yo de eso, mi marido va a ser guapo y rico y me regalará un nuevo vestido cada fiesta del cordero…”
Ante esto Sara se tapaba los oídos, suspiraba y pensaba en su padre, siempre querido y admirado en el pueblo y a quien todos los vecinos acudían cuando tenían disputas o para que repartiese las herencias al fallecer un familiar. Le llamaban Ahmed en honor a un cantante marroquí ya fallecido del que decían se le parecía mucho. Su padre había viajado y trabajado para los franceses cuando la colonia. Vivió en Fez y hasta fue enviado a Paris en dos ocasiones para discutir asuntos de rivalidades entre clanes. Ella le pedía a menudo que le contase como había sido el viaje en avión y él le hablaba de aquella enorme pista y de las explicaciones previas al despegue que el trataba de memorizar y sobre todo de aquellas señoras llenas de joyas que se habían montado con él. También pensaba en lo mucho que echaba de menos a Samira y en lo distante y taciturna que se había mostrado desde su matrimonio. Incluso cuando Sara fue a su casa para pedirle que le acompañase en su peregrinaje por casa del curandero ella había bajado la cabeza y se había excusado para no ir con el pretexto de tener mucho trabajo.
Finalmente acudió sola a la ceremonia, pero ella tenía un plan. Antes de ir pasó por la barbería de Omar el bereber y le pidió que le cortase el pelo como a un chico. Omar se rió y sin levantarse de aquella silla giratoria empezó a contarle una historia que ya le había contado en varias ocasiones. Solo cuando vio aquel billete cambió su cara. Omar tenía un hábito y era muy caro, por lo que nunca rechazaba la oportunidad de ganar unos dinares extras. Tras el corte de pelo, se lo envolvió en un turbante, se ensució la cara con barro y hollín y se dirigió al resto de su vida.
Tras una larga espera y entregar el usual sobre con un donativo, al final fue dirigida a un gran salón con una gran mesa en medio rodeada de alfombras. En una esquina ardía un brasero con aromas de almizcle y lavanda y una luz tenue entraba por una de las celosías que escondían el interior de las miradas inquisitivas. Él fumaba kif y sonreía. Ella lo imaginaba mucho mayor. Alguien con barba blanca y fes rojo. Cuando le pidió que se acercase, su mente se nublo repentinamente y su plan quedó hecho añicos. Charlaron brevemente de la familia y la escuela y de fútbol y le preguntó que quería ser de mayor. El respondió que quería trabajar en un barco y dar la vuelta al mundo, o mejor aun, ser piloto y llevar a gente rica a Paris y a Nueva York, eran las únicas ciudades que se le ocurrieron.
Él emitió una carcajada y le dijo “Antes de que lea tu futuro tienes que estar limpio. Ve al Hamman .Yo te llamaré”
Ella supo entonces que no había creído una palabra de lo que le había contado. Sabía que los martes el Hamman estaba reservado para los hombres y que en cuanto entrase le reconocerían. No podía soportar pensar en aquellos cuerpos decadentes al desnudo. Aquel agua turbia y llena de pieles y pelos. Aquellas miradas curiosas.
Sin embargo ya era tarde para dar marcha atrás. Tenía que ir sin rechistar. Él le observaría desde la ventana seguro de sus titubeos y la volvería a recibir con una carcajada para anunciarle que ella también tendría la suerte de vivir al lado del río y que su marido también le iba a hacer muy feliz.
Al entrar al Hamman, le sorprendió su calma y la ausencia de ruidos. Se despojo de sus ropas y se envolvió literalmente en un paño blanco que apenas dejaba ver sus ojos. Abrió la puerta tras mucho vacilar. El vapor la abrazó y transporto hacia el interior. El calor era tan intenso que sus miedos pasaron a un segundo plano. Avanzar era tan doloroso. Por un instante se imagino que estaba volando y que las nubes le acariciaban. Tuvo que sentarse para no caer. Abrió uno de los grifos y se refresco el rostro. Entonces tropezó con algo. Algo que además se le acercaba y trataba de agarrarle. Una mano tapo su boca y ahogó un grito agónico que se negaba a salir de todos modos. Unos ojos familiares y una sonrisa. Era Samira. Todo iba a ir bien. Se abrazaron y le pregunto:
-¿Pero que haces tú aquí? Hoy es martes. Solo debía haber hombres aquí…
-No resulta muy caro comprar unas pocas voluntades en este pueblo. Es desde luego más barato que cambiarlas. Sabía que tendrías agallas para entrar y sabía que él te lo pediría.
-Pero…respondió Sara.
-El sabía que ibas a venir disfrazada de hombre porque su primo Omar se lo había dicho. Yo sabía que te mandaría aquí. Porque también me lo pidió a mi y rompí a llorar de impotencia delatándome.
-Debemos irnos entonces antes de que aparezca por aquí alguien y nos vea.¿Qué diré en casa del pelo…?
Samira seguía sentada y no parecía tener demasiada prisa. Se froto el vientre y pidió a Sara que se lo tocase.
-¿Lo sientes?
-Sí, es precioso.
-Aquel día en su casa el curandero no solo determino mi futuro con los boliches. Yo puedo vivir en este pueblo y ser feliz con un hijo ajeno al que querré. Tú nunca lo soportarías.
Un olor a quemado empezó a filtrarse por debajo de la puerta. Las niñas salieron corriendo y al ver la casa del curandero arder Samira exclamó, con odio en sus ojos y apretando los dientes.
-“Todo hombre tiene un precio y hoy Omar ha cobrado tres veces y las tres ha hecho bien su trabajo. Que le aproveche”.
-“Inshalá” Dijo Sara con lagrimas en los ojos.