miércoles, 24 de abril de 2013
Té verde, té a la menta
Té verde, té a la menta
. Una de las cosas que más llama la atención cuando viajamos es cómo los pueblos dieron respuesta a sus necesidades básicas-comer, hablar, dormir, vestirse…- de modos diversos. Paulatinamente hemos ido limando esas diferencias hasta convertirlas en meros matices. Sin embargo viajar sigue teniendo sentido. Viajar es más excitante ahora que la diferencia es tan sutil. Más si cabe que cuando lo hicieron los otrora admirados exploradores. Aquellos que pusieron el germen del comercio que se ha transformado en este monstruo global. Viajar hoy en día significa ver la diferencia entre dos niños vestidos con idénticas zapatillas Nike y la camiseta del Barca. Descubrir lo que hay tras el barniz del totalitarismo global. Ésta diferencia solo aparece si rascamos un poquito. Si revelamos el negativo.
Viajar es algo relativo. Significa tomar solo billete de ida, aunque luego vuelvas. Viajar es hablar, es preguntar por un restaurante, es tener curiosidad por las cosas que son diferentes a las que tenemos en casa y aceptar que pueden ser tan buenas o mejores que las nuestras. Es aprender cosas que no sabemos y olvidar algunas que conocemos. Solo nos hace más abiertos si tenemos una cierta predisposición. ¿O será en realidad no tener casa? Viajar es desde luego más escuchar que juzgar aunque paradójicamente es más ser actor que espectador Sin embargo todos tenemos demasiado que perder para poder viajar. Tememos entrar en ese restaurante que no está recomendado en la Lonely Planet. Ese restaurante donde comerás como en casa…Solo que para eso no hacía falta venir hasta aquí.
En realidad no hace falta irse muy lejos para ello. Basta con visitar a nuestra abuela, hacerle unas fotos y preguntarle por sus sueños-Justo lo que yo no hice y que ya no tiene vuelta atrás. Porque no siempre puedes ir a donde aún no has ido y porque damos demasiadas cosas por hecho hasta que es un hecho que no están allí. Viajamos buscando algo que solo encontramos al volver a casa. En ocasiones lo hacemos como parte de nuestra rutina, porque quedarse en casa suena demasiado aburrido.
Pensé que ir hasta Japón sería VIAJAR. Que estaría lo suficientemente lejos y la gente sería muy diversa. Allí escuchas cosas que no entiendes pero intuyes que son bellas. Lees poemas ininteligibles y te pierdes en sus trazos. Al carecer de sentido, estas líneas cobran vida y nos sugieren mil y una ideas. Japón es el país del té verde. Se bebe frío o caliente, antes, después y durante las comidas. Dicen que fue un descubrimiento casual por parte de un emperador chino al que le cayeron unas hojas de té sobre la bebida que iba a tomar. Es lo de menos. Lo relevante no es el cómo se bebe ni el cuando. El té es el accesorio. En realidad lo que cuenta es la ceremonia. Es algo que aunque veamos cien veces no lograremos entender. Es algo demasiado refinado para nuestros paladares. Es un lenguaje que no entendemos y no es por el idioma. Y el té es solo un ejemplo. El japonés dota de sentido estético cualquier acto rutinario. Para nosotros la rutina no puede ser estética. Nosotros nos arreglamos los sábados a la noche, en bodas, comuniones…Nuestra rutina es eminentemente práctica, casi de chándal.
Además el japonés ama la naturaleza y la comprende. Es el arte de la sencillez donde eres tú quien completas e interpretas un cuadro. Esa pintura que impresiona por su temática, las perspectivas, la sobriedad, lo plano de sus colores… Pero no hay que entrar a un museo para verlo. Está en los templos, en los jardines Zen, en los arreglos florales y por supuesto en la comida, servida en mil y un cuencos esmaltados que vas descubriendo como lo que son: regalos de la naturaleza. Ésta aparece siempre en las distintas estaciones, cada una más melancólica que la anterior. Porque el paso del tiempo es triste aquí también. La belleza no es lo de fuera sino lo que significa. La belleza está en lo que el poeta no pone. En lo que se lee entre líneas. Está en el tiempo que esperas a que aparezca una Geisha en Gion, para desaparecer al instante siguiente por un callejón sin que nadie se de cuenta. Sin que aprietes el obturador, porque has quedado paralizado, igual que ellas, congeladas en el tiempo. En realidad todo puede haber sido un sueño. La delicadeza y la paciencia están en el teatro y la música, y hasta en las calles de la postmoderna Tokio y los bares de “cosplay” o en el manga .Porque aquí no hay que seguir a la manada, o sí, pero aquí hay muchas manadas y muchos rituales.
Por eso volví a Marruecos. Buscaba algo un poco menos limpio, menos ordenado. Algo más de mi planeta y de mi tiempo. Pero me dí cuenta de que esas mismas necesidades, aunque con matices, coincidían. Es como cuando en dos puntos inconexos del mundo se inventa la misma cosa, como cuando crearon el cine, simplemente porque había que dar movimiento a la fotografía. Es otra carrera por llegar primero al polo sur. Cuentan que fue la Reina Victoria quien introdujera el té aquí en un intento de colocar el producto inglés. Inglés de la India claro.
Los marroquíes son, en palabras de Paul Bowles como extras en una película. Personajes de un guión complejo en que se mezclan y realizan transacciones frenéticamente. No es que exista un culto a la estética aquí. En realidad es un milagro que haya nada bello en pie. Porque verdaderamente todo es armonía. Es algo natural. Es inherente al país. Todo es un gran decorado en que nuestros personajes deambulan compulsivamente y todo es hermoso, aunque no huele como nuestra belleza. Desde las alfombras hasta las chilabas pasando por su cerámica y sus mezquitas. Pasear por un bazar es embriagador. Deambular por las medinas de Fez y Marrakech es redescubrir la pinto, la cuchi y la zapa y a sus hermanas menores. A la noche, cuando se esconde lo bonito y suena el ruido de persianas que baja, no solo se apaga el sol. No solo queda muerta la plaza, sino que en el fondo, el árabe sabe que ha perdido otra batalla y que el día ha terminado. La ciudad vuelve al blanco y negro y las dulzainas enmudecen.
Los paralelismos entre ambas culturas al margen de poder encontrar McDonald´s y Zaras o pagar con Visa-accidentes contemporáneos- están en esas necesidades cotidianas. En ese amor a la naturaleza. En esos caftanes que se llaman Kimonos en oriente. En los baños que aquí se denominan hammam y allí onsen. En la caligrafía y los motivos geométricos. En la manera de tomar el té sentado en el suelo, ya sea en alfombra o tatami. Dicen en Marruecos que los japoneses inventaron los relojes pero se olvidaron de lo más importante: cómo tener tiempo. El árabe no tiene tiempo porque tiene todo el del mundo. El japonés solo se olvida de él bebiendo. Solo entonces actúa como si no hubiera mañana. Para el árabe amanecer es nacer y anochecer es morir .El árabe te cuenta historias mientras te sirve el té, te guía, te recomienda y adoctrina. No escucha porque ya sabe lo que le vas a contar. Lo ha visto en la tele. Tú mientras tanto piensas que se está haciendo tarde. ¿Tarde para que? Tarde para que se haga tarde.
En realidad todos están solos. Aquel chico que vendía pescado en el puerto de Tánger que me contó, en un español envidiable, como había estudiado en España, pero como había sido deportado por trapichear.”Me equivoqué”, me decía. Ya no recordaba cuando alguien me había dicho algo así, tan sencillo y tan bello. “Me equivoque” dijo y bajó la mirada. “Debería haber buscado trabajo”. Tenía una caja blanca con tres o cuatro peces y fumaba hachís. Si lo vendía iría a dormir a una pensión. Si no, le esperaban las calles, aunque en realidad ya estaba en ellas. Él era el viajero que yo buscaba. Me dijo que lo único que quería en la vida era aprender. Cada día le echaba un órdago a la vida y hasta hoy los había ganado todos. Y sientes que, en el fondo, todos estamos solos. Que no hay un sitio donde te sientas más solo que en Tokio rodeado de millones de personas solas. Y no es por el lenguaje. Y que hay sitios a donde ya no podemos ir aunque queramos. Voy a llamar a mis padres.
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