El zoo de Bagdad
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الحيوانات بغداد
1. يهاب (Esquivar)
Ya llevábamos seis días de intensos bombardeos en Bagdad cuando vi a Khalid y decidí acecharle. Había estado varios días saqueando viviendas, comercios y talleres y llevándose comida y enseres a su casa, y decidí ir por él. Khalid se libró de mí en la cárcel pero le dejé la huella de todos los que pasan un tiempo a mi recaudo: tres arañazos que surcaban el lado izquierdo de su cara y que contrastaban con su tez morena, sus ojos azules y con su abundante y enmadejado pelo azabache. Era un hombre corpulento, al menos hasta hoy, y desde la escuela había tenido un carácter rebelde.
La prisión de Abu Grahib me daba mucho trabajo. Era un estercolero infestado de internos, en celdas de a veinte, donde cualquier tos, diarrea o herida eran letales y donde se dormía por turnos. Había muchos oficios innobles y Khalid había elegido el de contrabandista. Vendía opio, cigarrillos, revistas… Conseguía cualquier objeto celestial en un infierno. Era fácil entrar y muy difícil salir a menos que te acompañase yo. Ahora mismo estaba Khalid en la carnicería de Adnan, un buen hombre, un hombre muerto, buscando por entre los escombros una moneda, un trozo de carne o algo que vender. Se agachó y reparó en un paquete de cigarrillos Marlboro. Estaba a punto de cogerlo cuando oyó una nueva explosión y vio a un grupo de soldados americanos correr hacia él. No podía dejarse coger, era un presidiario huido de una cárcel que ya no existía. Sin embargo, la desaparición del penal no implicaba la de sus fechorías. Le vi correr, aunque los soldados, que me miraban más a mí que a él, solo vieron una estela volar a su lado y colarse bajo la valla de lo que quedaba del zoo.
Era este un zoo coqueto y pequeño, que había sido construido y renovado en varias ocasiones para Uday, uno de los hijos de Saddam. La última, el año pasado, cuando se habían añadido una elefante hembra, varios leones, así como un completo reptilario. Khalid pasó a mi lado y se volvió cuando le acaricié la mejilla. Oía pasos, tiros y confusión. Olía a pólvora húmeda ya sudor. Khalid corría mientras esquivaba escombros y hierros. Entonces lo vio en el suelo: entre unos matorrales yacía el cuerpo de un hombre que yo me había llevado hacía ya tres días. Los cohetes buscaban incesantemente por la Zona Verde y el Palacio Real, pero encontraban lo que yo quería: gente como Adnan, honrados trabajadores que hasta el último momento habían luchado al margen de lo que sucedía a pocos pasos de su carnicería. O gente como Ibrahim, que había estado cuidando del zoo durante toda su vida y que había sido el último en abandonarlo. Y de una manera cruel, porque una certera bomba de racimo le había roto el pecho cuando corría para ponerse a cobijo.
Khalid no se lo pensó: era su última oportunidad. Se agachó y buscó en los bolsillos del hombre que allí yacía. Cogió sus cigarrillos, su cartera y sus llaves. Abrió la cartera; allí estaba la biografía de un hombre sencillo: su credencial como guarda del zoo, la foto de su mujer y la de sus dos hijos y su dirección. Oyó una fuerte explosión a pocos metros y cogió la gorra roja que yacía al lado del cuerpo. Corrió hasta que un duro golpe que no vio venir le derribó. Cuando se incorporó, confuso por la voltereta, vio tres enormes soldados americanos apuntándole con sus ametralladoras.
-No disparen- gritó brazos en alto con los ojos llorosos. Khalid sabía que el teatro era su única opción, y había elegido un público agradecido. Él tenía el sainete preparado.
-Soy el guarda del museo- dijo señalando la gorra. -Tengo mujer y dos hijos-.
-¿Y la cicatriz? Dijo uno de los soldados tocándose la mejilla con un dedo
-Una leona- contestó, también ayudándose de gestos.
Los soldados hablaron entre ellos y uno de ellos le dijo algo que no entendió. Khalid sacó de su bolsillo, ante la atenta mirada de los militares, su credencial y tembloroso explicó a los soldados, con el poco inglés que había aprendido de un traficante en la cárcel, que llevaba tres días sin salir de allí por miedo a los bombardeos y porque todos sus otros compañeros se habían marchado al empezar estos. Alguien tenía que cuidar de los animales. Khalid sudaba, los ojos se le salían de sus órbitas. Sabía que su nombre estaba en el listado de los fugados de Abu Grahib. Sabía que ya no podía ser quien había sido. En realidad no le importaba quién era. Solo ser. Para los americanos esto era otro mundo. Lejos quedaban los entrenamientos en la base, el club de los oficiales y los partidos de beisbol por la tele. Para el otro mundo sin embargo ellos seguían siendo americanos. Khalid entendió que le iban a acompañar a su casa, en el barrio de Sadr City, una zona chií al norte de Bagdad. Iban a comprobar que efectivamente Khalid era Ibrahim.
De setecientos animales ya solo quedaban la mitad.
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2. تولى (Asumir)
Mi nombre es Fadilah. Sé que estoy sola en el mundo. Sé que mi marido ha muerto, y yo con él, aunque nadie me lo ha dicho. Hace ya tres días que no ha venido a casa. Sus compañeros, sí. Sabía que sería el último en marcharse del zoo. Sin embargo fue uno de los primeros. No me atrevo a dejar la casa pero Sara, Muna y Nadia han venido a visitarme y me han mirado con los ojos con los que se mira a quien ha perdido a alguien. Sus maridos sí han regresado. Los bombardeos son constantes y las alarmas no nos sirven sino para mantener la vigilia. No hay donde ir. Solo pienso en mis hijos, no tengo fuerzas para nada más. Nadia ha sido muy buena conmigo y me ha traído comida y leña todos los días.
La mañana del cuarto día llamaron a la puerta. Cuando abrí, un hombre con barba entró haciendo aspavientos y me abrazó entre sollozos. Tres enormes soldados le seguían y apuntaban con unos enormes rifles. Yo no tenía miedo. El hombre me explicó entre sollozos que mi marido había muerto. Ya lo sabía. Que si no le ayudaba, él también moriría. Sin embargo, si le ayudaba seguiría trayendo a casa el sueldo de mi marido y me respetaría. Por fin, me soltó. Todo había transcurrido en un lapso de tres minutos. El extraño se abalanzó sobre Ali, el mayor y comenzó a besarlo. Mohamed dormía a pesar del enorme ruido. Se me escapó una lágrima, la única que podría derramar por mi difunto marido. Corrí hacia el extraño y le abracé. No tenía más opciones. Los americanos parecían satisfechos. El barrio les incomodaba. Habían venido en un enorme blindado y se fueron en el mismo. Tras su marcha preparé té y serví a uno a mi visitante. Era un hombre huraño. Apenas hablaba. Me contó lo que había pasado en el zoo. Dijo que era comerciante, pero tenía la marca de Abu Grahib. Fingí creerle. Sacó de un pequeño bolsillo interior de la chilaba varios billetes de cien dinares y los dejó sobre la alfombra. Si los cogía habría sellado nuestro trato. Dijo que, cuando todo pasase, pretendía seguir trabajando en el zoo como si fuese mi marido, y ya faltaba poco para el desenlace final. Pero… ¿y la gente? ¿Qué iba a decir? Tendría que decir a los vecinos que era el hermano de Ibrahim, que había venido a cuidar de nosotros mientras aparecía Ibrahim.
Un único favor. Le pedí que volviese esa misma noche a buscar a Ibrahim y lo enterrase en algún sitio del zoo. No podía soportar la idea de que se lo estuviesen comiendo las alimañas. Accedió y no le vi hasta la mañana siguiente. Los niños no parecían incomodarse; eran muy pequeños y apenas veían a su padre.
La vida de Khalid es rutinaria. Está mucho tiempo con los niños. Juega con ellos y les hace reír. Casi no sale de casa, salvo por las tardes y por un intervalo de unas tres horas. Siempre lleva comida. Sé que va a ver a alguien y un día decido seguirle. Es a otro barrio adonde va, a Al-Nahda, y sospecho que va a ver a su madre. Siempre trae ropa limpia y nuca cena.
Después de dos semanas, volvieron los americanos. Querían que volviera al trabajo. Debía reorganizar el cuerpo de guardas del zoo y tenerlo todo listo para reabrir el zoo en un mes. Si necesitaba algo debía ir al Palacio Real, hoy cuartel general de la inteligencia americana, y rellenar una solicitud. Todo se había parado con la invasión: centrales eléctricas, fábricas nacionales, bancos, policía…Había que volver a dibujar un país en un lienzo emborronado.Al día siguiente volvió cargado de libros y papeles: listas de alimentos, documentos de vacunación y certificados de exportación de animales. No sabe leer. Entre los dos confeccionamos una lista de los trabajadores del zoo que él completaría en sus entrevistas con estos. Lo más urgente era encontrar un veterinario, comida y agua en buen estado. El número de animales seguía descendiendo alarmantemente.
Un mes después los americanos nos visitaron otra vez. El zoo no estaba listo para su apertura. Faltaban medicamentos y comida y, cuando esta llegaba, los empleados se dirigían a Khalid como si fuese una eminencia y este decía y desdecía, hacía y deshacía, y entre tanto los animales asistían perplejos a un baile de comida que rulaba por las distintas jaulas buscando un apetito que saciar. Era una prueba y un horror. Un baile de disfraces en que nadie encontraba a su pareja.
Según el último recuento, solo quedaban 150 animales.
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3. قادرة او غير السلطة (Poder o no poder)
Ya no puedo más. No es que esté en juego mi trabajo. Eso poco me importa. Pensé que sería fácil fabricarme otra identidad, pero ya nadie cree que sea el jefe del zoo. Casi todos mis ex compañeros de prisión están de vuelta en el penal, que ahora está custodiado por los americanos. He tenido suerte de encontrar una buena mujer pero sé que alguien, tarde o temprano, hablará sobre mí en la Zona Verde. Tengo que huir. La única opción es fingir mi propia muerte. Necesito una nueva reencarnación pero ya es tarde para desenterrar el cadáver de Ibrahim y apenas hay bombardeos. El país está sumido en un gran caos: los saqueos y robos están a la orden del día, los cortes de luz son constantes y los trabajadores de las empresas públicas están en paro y malhumorados. Han comenzado las manifestaciones y ha terminado el regocijo por la caída de Saddam. Hay que volver a la vida y yo necesito un cuerpo.
A la vuelta del zoo, donde trabajamos duro, aunque poco podemos hacer que no sea limpiar y adecuar las jaulas, y alimentar unos animales con otros, veo un grupo de manifestantes de la fábrica nacional de jabones. Los americanos les han dicho que la empresa perdía dinero y que es más económico cerrarla y no producir nada, y les ha dado el sueldo de un año. Hablo con Hakim. Lo elijo por su estatura, cabello y tez morenas. Él me elige porque tengo dinero y porque se lo enseño mientras compartimos un cigarrillo. Nos vamos a casa de Reza, la mujer de un ex compañero del penal que murió de sífilis y que tiene un burdel.
Allí bebemos y charlamos con las chicas. Parece mentira que estemos en guerra. Por un momento olvido mis planes, la guerra y mi otra vida, y me reclino sobre el sofá y pienso en aquel día en el colegio en el que metí un gol desde mi campo. Jameela me acaricia los pies y me devuelve a la realidad. Hakim ya está en una habitación con otra de las chicas. Ordeno que le lleven más whisky. He elegido bien. Cuando sale, una hora después, le digo que es tarde. Salimos y nos alejamos en direcciones opuestas. Sin embargo nos veremos pronto. Las chicas nos saludan desde la ventana. Sin embargo, vuelvo sobre mis pasos y me abalanzo sobre él. Hay un leve forcejeo pero sabe que su reloj se ha quedado sin arena. Sesgo su cuello con la navaja y rocío su cuerpo con el whisky que nos ha sobrado. Veo una sombra correr, sin embargo ya no hay marcha atrás. Noto una caricia en mi mejilla. Antes de prenderle fuego, deposito mi carnet -o el de Ibrahim- en su bolsillo. El fuego prende rápido, pero yo me alejo aún más veloz. El olor es nauseabundo. Está amaneciendo. Comienza mi nueva vida.
Cuando llego a casa, no espero ver a mi madre despierta. Sin embargo al entrar en el salón veo sobre la mesa mi tarjeta del zoo y unos billetes de 100 dinares. Los cojo y me pregunto qué habré dejado en el bolsillo de Hakim. Mi madre me llama desde la habitación. Es un día inusual de bombardeos. Habrá algún foco de resistencia. Cuando entro en la habitación veo a Fadilah sentada junto a mi madre. Se levanta de la cama, se me abalanza y me da un beso en la mejilla. Ambas me sonríen. Me dice que estaba preocupada, que era muy tarde, que ya le había contado a mi madre lo de nuestra boda, que no había podido aguantar. Mi madre sonríe y dice que nos va a hacer unos pasteles. Pregunta que por qué no le había dicho nada sobre mi nuevo trabajo como director del zoo. Todavía no he abierto la boca. Estrujo los billetes que he guardado en el bolsillo. Vuelvo a preguntarme qué hace el carné del zoo en mi bolsillo.
Debo madrugar, solo quedan setenta animales.