miércoles, 15 de junio de 2011

el hombre impar

El hombre impar
Soy un hombre impar. Significa esto que lo mismo que de pequeñito uno opta por el Madrid o el Barca, o se decanta por el fútbol o la copla, yo elegí los números impares. O más bien me eligieron ellos a mí. ¿Qué por qué digo esto?
Pues resulta que si tenía que hacer un examen y era en día impar -como un lunes- todo iba de maravilla, pero si era pongamos un martes, el desastre estaba asegurado. Mi única opción era que  me lo diesen corregido al día siguiente o a los dos días. También me fui dando cuenta de que me ahogaba en habitaciones con un número de ventanas pares y que me ponía a gritar como un loco, o de que los viernes me echaba novia, día sí día también,  pero lo curioso es que al día siguiente todas sin excepción me dejaban. No solo son las ventanas, pueden ser las baldosas, las lámparas o número de interruptores. Os podéis imaginar porque odio los enchufes y todos mis electrodomésticos tienen clavija inglesa de tres puntas. Es, desde luego, mucho más seguro. Me gustaba el fútbol porque jugábamos once o el baloncesto porque éramos cinco. Sin embargo el tenis o los juegos de mesa me horrorizaban. Me encanta comer fuera salvo cuando me ponen dos tenedores o doble cubierto. O dos copas, una para el agua y otra para el vino. ¡Qué estupidez!
En mi casa todo está diseñado al milímetro. Todavía recuerdo la cara del albañil cuando enfurecido le mande levantar el suelo de la cocina porque el número de vadosas era par. No entendía nada el muy idiota. En mi casa no hay tijeras, ni compases, guantes, ni hojas con anillas -que siempre son dos o cuatro. Hay elementos eso sí que odio pero tolero. Tal es el caso de las gafas, vaqueros, calcetines…hay que reconocer que es difícil cambiar el hecho de que tenemos un par de  ojos, un par de  manos, un par de brazos…pero si miras con detenimiento mis fotos del colegio siempre salgo guiñando un ojo, con un brazo detrás del cuerpo y con un calcetín de cada color.
Todo esto tuvo una gran influencia en mi infancia y adolescencia. Apenas iba a clase los martes y jueves alegando todo tipo de enfermedades y dolencias. Sin embargo mi interés los demás días compensaba con creces las posibles lagunas. Incluso en la universidad yo siempre he sido de nueves. Mis profesores sospechaban que algo raro sucedía conmigo tras mis repetidas ausencias de los exámenes pero al final, sea un año sea otro, el examen nunca cae el mismo día de la semana, ¿no creéis? Soy médico de profesión, al menos los lunes, miércoles y viernes. Los demás días: un desastre
Ahora estoy leyendo un libro de Unamuno,  esperando a que vengan mis padres de visita en mi nueva habitación aunque no sé por qué me temo que hoy no van a venir. Verás, es que el otro día, aunque ellos saben muy bien que no pueden venir a visitarme sino un número impar de personas, caí en la cuenta de que contándome a mi éramos pares y me puse nervioso y le clave a mi madre un tenedor en el ojo. ¿Y qué culpa tengo yo diréis? Pues eso pienso yo también. Creo que en el fondo no he superado el trauma de pasar del triciclo a la bici de cuatro ruedas.

miércoles, 8 de junio de 2011

el zoo de bagdad

                                                  


                                                       El zoo de Bagdad
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                                                                              الحيوانات بغداد

1. يهاب (Esquivar)

Ya llevábamos seis días de intensos bombardeos en Bagdad cuando vi a Khalid y decidí acecharle. Había estado varios días saqueando viviendas, comercios y talleres y llevándose comida y enseres a su casa, y decidí ir por él. Khalid se libró de mí en la cárcel pero le dejé la huella de todos los que pasan un tiempo a mi recaudo: tres arañazos que surcaban el lado izquierdo de su cara y que contrastaban con su tez morena, sus ojos azules y con su abundante y enmadejado pelo azabache. Era un hombre corpulento, al menos hasta hoy, y desde la escuela había tenido un carácter rebelde.

La prisión de Abu Grahib me daba mucho trabajo. Era un estercolero infestado de internos, en celdas de a veinte, donde cualquier tos, diarrea o herida eran letales y donde se dormía por turnos. Había muchos oficios innobles y Khalid había elegido el de contrabandista. Vendía opio, cigarrillos, revistas… Conseguía cualquier objeto celestial en un infierno. Era fácil entrar y muy difícil salir a menos que te acompañase yo. Ahora mismo estaba Khalid en la carnicería de Adnan, un buen hombre, un hombre muerto, buscando por entre los escombros una moneda, un trozo de carne o algo que vender. Se agachó y reparó en un paquete de cigarrillos Marlboro. Estaba a punto de cogerlo cuando oyó una nueva explosión y vio a un grupo de soldados americanos correr hacia él. No podía dejarse coger, era un presidiario huido de una cárcel que ya no existía. Sin embargo, la desaparición del penal no implicaba la de sus fechorías. Le vi correr, aunque los soldados, que me miraban más a mí que a él, solo vieron una estela volar a su lado y colarse bajo la valla de lo que quedaba del zoo.

Era este un zoo coqueto y pequeño, que había sido construido y renovado en varias ocasiones para Uday, uno de los hijos de Saddam. La última, el año pasado, cuando se habían añadido una elefante hembra, varios leones, así como un completo reptilario. Khalid pasó a mi lado y se volvió cuando le acaricié la mejilla. Oía pasos, tiros y confusión. Olía a pólvora húmeda ya sudor. Khalid corría mientras esquivaba escombros y hierros. Entonces lo vio en el suelo: entre unos matorrales yacía el cuerpo de un hombre que yo me había llevado hacía ya tres días. Los cohetes buscaban incesantemente por la Zona Verde y el Palacio Real, pero encontraban lo que yo quería: gente como Adnan, honrados trabajadores que hasta el último momento habían luchado al margen de lo que sucedía a pocos pasos de su carnicería. O gente como Ibrahim, que había estado cuidando del zoo durante toda su vida y que había sido el último en abandonarlo. Y de una manera cruel, porque una certera bomba de racimo le había roto el pecho cuando corría para ponerse a cobijo.

Khalid no se lo pensó: era su última oportunidad. Se agachó y buscó en los bolsillos del hombre que allí yacía. Cogió sus cigarrillos, su cartera y sus llaves. Abrió la cartera; allí estaba la biografía de un hombre sencillo: su credencial como guarda del zoo, la foto de su mujer y la de sus dos hijos y su dirección. Oyó una fuerte explosión a pocos metros y cogió la gorra roja que yacía al lado del cuerpo. Corrió hasta que un duro golpe que no vio venir le derribó. Cuando se incorporó, confuso por la voltereta, vio tres enormes soldados americanos apuntándole con sus ametralladoras.

-No disparen- gritó brazos en alto con los ojos llorosos. Khalid sabía que el teatro era su única opción, y había elegido un público agradecido. Él tenía el sainete preparado.
-Soy el guarda del museo- dijo señalando la gorra. -Tengo mujer y dos hijos-.
-¿Y la cicatriz? Dijo uno de los soldados tocándose la mejilla con un dedo
-Una leona- contestó, también ayudándose de gestos.
Los soldados hablaron entre ellos y uno de ellos le dijo algo que no entendió. Khalid sacó de su bolsillo, ante la atenta mirada de los militares, su credencial y tembloroso explicó a los soldados, con el poco inglés que había aprendido de un traficante en la cárcel, que llevaba tres días sin salir de allí por miedo a los bombardeos y porque todos sus otros compañeros se habían marchado al empezar estos. Alguien tenía que cuidar de los animales. Khalid sudaba, los ojos se le salían de sus órbitas. Sabía que su nombre estaba en el listado de los fugados de Abu Grahib. Sabía que ya no podía ser quien había sido. En realidad no le importaba quién era. Solo ser. Para los americanos esto era otro mundo. Lejos quedaban los entrenamientos en la base, el club de los oficiales y los partidos de beisbol por la tele. Para el otro mundo sin embargo ellos seguían siendo americanos. Khalid entendió que le iban a acompañar a su casa, en el barrio de Sadr City, una zona chií al norte de Bagdad. Iban a comprobar que efectivamente Khalid era Ibrahim.

De setecientos animales ya solo quedaban la mitad.

                                                                                           ***

2. تولى (Asumir)

Mi nombre es Fadilah. Sé que estoy sola en el mundo. Sé que mi marido ha muerto, y yo con él, aunque nadie me lo ha dicho. Hace ya tres días que no ha venido a casa. Sus compañeros, sí. Sabía que sería el último en marcharse del zoo. Sin embargo fue uno de los primeros. No me atrevo a dejar la casa pero Sara, Muna y Nadia han venido a visitarme y me han mirado con los ojos con los que se mira a quien ha perdido a alguien. Sus maridos sí han regresado. Los bombardeos son constantes y las alarmas no nos sirven sino para mantener la vigilia. No hay donde ir. Solo pienso en mis hijos, no tengo fuerzas para nada más. Nadia ha sido muy buena conmigo y me ha traído comida y leña todos los días.

La mañana del cuarto día llamaron a la puerta. Cuando abrí, un hombre con barba entró haciendo aspavientos y me abrazó entre sollozos. Tres enormes soldados le seguían y apuntaban con unos enormes rifles. Yo no tenía miedo. El hombre me explicó entre sollozos que mi marido había muerto. Ya lo sabía. Que si no le ayudaba,  él también moriría. Sin embargo, si le ayudaba seguiría trayendo a casa el sueldo de mi marido y me respetaría. Por fin, me soltó. Todo había transcurrido en un lapso de tres minutos. El extraño se abalanzó sobre Ali, el mayor y comenzó a besarlo. Mohamed dormía a pesar del enorme ruido. Se me escapó una lágrima, la única que podría derramar por mi difunto marido. Corrí hacia el extraño y le abracé. No tenía más opciones. Los americanos parecían satisfechos. El barrio les incomodaba. Habían venido en un enorme blindado y se fueron en el mismo. Tras su marcha preparé té y serví a uno a mi visitante. Era un hombre huraño. Apenas hablaba. Me contó lo que había pasado en el zoo. Dijo que era comerciante, pero tenía la marca de Abu Grahib. Fingí creerle. Sacó de un pequeño bolsillo interior de la chilaba varios billetes de cien dinares y los dejó sobre la alfombra. Si los cogía habría sellado nuestro trato. Dijo que, cuando todo pasase, pretendía seguir trabajando en el zoo como si fuese mi marido, y ya faltaba poco para el desenlace final. Pero… ¿y la gente? ¿Qué iba a decir? Tendría que decir a los vecinos que era el hermano de Ibrahim, que había venido a cuidar de nosotros mientras aparecía Ibrahim.

Un único favor. Le pedí que volviese esa misma noche a buscar a Ibrahim y lo enterrase en algún sitio del zoo. No podía soportar la idea de que se lo estuviesen comiendo las alimañas. Accedió y no le vi hasta la mañana siguiente. Los niños no parecían incomodarse; eran muy pequeños y apenas veían a su padre.
La vida de Khalid  es rutinaria. Está mucho tiempo con los niños. Juega con ellos y les hace reír. Casi no sale de casa, salvo por las tardes y por un intervalo de unas tres horas. Siempre lleva comida. Sé que va a ver a alguien y un día decido seguirle. Es a otro barrio adonde va, a Al-Nahda, y sospecho que va a ver a su madre. Siempre trae ropa limpia y nuca cena.

Después de dos semanas, volvieron los americanos. Querían que volviera al trabajo. Debía reorganizar el cuerpo de guardas del zoo y tenerlo todo listo para reabrir el zoo en un mes. Si necesitaba algo debía ir al Palacio Real, hoy cuartel general de la inteligencia americana, y rellenar una solicitud. Todo se había parado con la invasión: centrales eléctricas, fábricas nacionales, bancos, policía…Había que volver a dibujar un país en un lienzo emborronado.Al día siguiente volvió cargado de libros y papeles: listas de alimentos, documentos de vacunación y certificados de exportación de animales. No sabe leer. Entre los dos confeccionamos una lista de los trabajadores del zoo que él completaría en sus entrevistas con estos. Lo más urgente era encontrar un veterinario, comida y agua en buen estado. El número de animales seguía descendiendo alarmantemente.

Un mes después los americanos nos visitaron  otra vez. El zoo no estaba listo para su apertura. Faltaban medicamentos y comida y, cuando esta llegaba, los empleados se dirigían a Khalid como si fuese una eminencia y este decía y desdecía, hacía y deshacía, y entre tanto los animales asistían perplejos a un baile de comida que rulaba por las distintas jaulas buscando un apetito que saciar. Era una prueba y un horror. Un baile de disfraces en que nadie encontraba a su pareja.

Según el último recuento, solo quedaban 150 animales.


                                                                                         ***

3. قادرة او غير السلطة (Poder o no poder)

Ya no puedo más. No es que esté en juego mi trabajo. Eso poco me importa. Pensé que sería fácil fabricarme otra identidad, pero ya nadie cree que sea el jefe del zoo. Casi todos mis ex compañeros de prisión están de vuelta en el penal, que ahora está custodiado por los americanos. He tenido suerte de encontrar una buena mujer pero sé que alguien, tarde o temprano, hablará sobre mí en la Zona Verde. Tengo que huir. La única opción es fingir mi propia muerte. Necesito una nueva reencarnación pero ya es tarde para desenterrar el cadáver de Ibrahim y apenas hay bombardeos. El país está sumido en un gran caos: los saqueos y robos están a la orden del día, los cortes de luz son constantes y los trabajadores de las empresas públicas están en paro y malhumorados. Han comenzado las manifestaciones y ha terminado el regocijo por la caída de Saddam. Hay que volver a la vida y yo necesito un cuerpo.

A la vuelta del zoo, donde trabajamos duro,  aunque poco podemos hacer que no sea limpiar y adecuar las jaulas, y alimentar unos animales con otros, veo un grupo de manifestantes de la fábrica nacional de jabones. Los americanos les han dicho que la empresa perdía dinero y que es más económico cerrarla y no producir nada, y les ha dado el sueldo de un año. Hablo con Hakim. Lo elijo por su estatura, cabello y tez morenas. Él me elige porque tengo dinero y porque se lo enseño mientras compartimos un cigarrillo. Nos vamos a casa de Reza, la mujer de un ex compañero del penal que murió de sífilis y que tiene un burdel.

Allí bebemos y charlamos con las chicas. Parece mentira que estemos en guerra. Por un momento olvido mis planes, la guerra y mi otra vida, y me reclino sobre el sofá y pienso en aquel día en el colegio en el que metí un gol desde mi campo. Jameela me acaricia los pies y me devuelve a la realidad. Hakim ya está en una habitación con otra de las chicas. Ordeno que le lleven más whisky. He elegido bien. Cuando sale, una hora después, le digo que es tarde. Salimos y nos alejamos en direcciones opuestas. Sin embargo nos veremos pronto. Las chicas nos saludan desde la ventana. Sin embargo, vuelvo sobre mis pasos y me abalanzo sobre él. Hay un leve forcejeo pero sabe que su reloj se ha quedado sin arena. Sesgo su cuello con la navaja y rocío su cuerpo con el whisky que nos ha sobrado. Veo una sombra correr, sin embargo ya no hay marcha atrás. Noto una caricia en mi mejilla. Antes de prenderle fuego, deposito mi carnet -o el de Ibrahim- en su bolsillo. El fuego prende rápido,  pero yo me alejo aún más veloz. El olor es nauseabundo. Está amaneciendo. Comienza mi nueva vida.

Cuando llego a casa, no espero ver a mi madre despierta. Sin embargo al entrar en el salón veo sobre la mesa mi tarjeta del zoo y unos billetes de 100 dinares. Los cojo y me pregunto qué habré dejado en el bolsillo de Hakim. Mi madre me llama desde la habitación. Es un día inusual de bombardeos. Habrá algún foco de resistencia. Cuando entro en la habitación veo a Fadilah sentada junto a mi madre. Se levanta de la cama, se me abalanza y me da un beso en la mejilla. Ambas me sonríen. Me dice que estaba preocupada, que era muy tarde, que ya le había contado a mi madre lo de nuestra boda, que no había podido aguantar. Mi madre sonríe y dice que nos va a hacer unos pasteles. Pregunta que por qué no le había dicho nada sobre mi nuevo trabajo como director del zoo. Todavía no he abierto la boca. Estrujo los billetes que he guardado en el bolsillo. Vuelvo a preguntarme qué hace el carné del zoo en mi bolsillo.

 Debo madrugar, solo quedan setenta animales.

martes, 7 de junio de 2011

 

           PROCESIÓN CONMEMORATIVA DE LAS MISIONES EN LA VIRGEN BLANCA

lunes, 6 de junio de 2011

4-4-1918

Esta historia tiene dos capítulos aunque solo escribiré el primero. Se llama Asunción. Se trata de una persona que todavía no conozco pero que representa mucho para mí. Nació hace  93 años a la vez que Ceaucescu y cuando fallecía Klimt victima de la gripe española. Un año en que en Suecia decidieron dar el voto a la mujer y en que Europa seguía convulsa por la guerra. Nuestro intercambio ha sido simple: Me ha escrito una carta donde me ha descrito las cosas que le gustan y yo le he pintado un cuadro que terminaré mañana. Sale perdiendo.
A ella le dieron un cuestionario y en él me cuenta que de profesión fue dependienta. También hay un pequeño tachón junto a la palabra DEPENDIENTA, de lo que deduzco que ha sido más cosas pero creo que como síntesis de una vida le ha gustado más lo primero. Nació en Bilbao pero desde muy niña ha vivido en el casco viejo de Vitoria. Desde luego ha vivido en Vitoria más años que la mayoría de los vitorianos.
Me cuenta que recuerda como de pequeña, cuando venía el coche de la Marquesa de la Alameda a Vitoria todos los niños bajaban la calle corriendo y esta les daba a cada uno una moneda de 5 céntimos para golosinas. La Marquesa en cuestión desciende de quien fuera alcalde de Vitoria  allá por 1780 a quién Carlos III concedió el título nobiliario por su lealtad.
Vivía en esa casa de fachada pintada y adornada con grecas amarillas al lado del Portalón, hoy desvencijada esperando que alguien se invente otro museo al que no irá nadie. Uno se imagina a una señora marquesa, ya mayor, con más sirvientes de los que se podía permitir, tratando de sobrevivir de unas rentas que cada vez daban menos. Vendiendo y arrendando. Y tratando de seguir el ritmo de vida que llevó su madre y su abuela y rechazando el cambio que la gente venía pidiendo, y que acabó en la segunda republica que se empeñaron en resumir.
Y me cuenta Asunción que de pequeña tenían como tradición guardar cada noche vieja un trozo de pan y comerlo todos juntos la noche vieja siguiente untado en vino. Claro, menos cuando llegaron las restricciones y el racionamiento en que tenían que ir poco a poco guardando el pan para que durase hasta la Nochevieja. Y me da la impresión de que vivió en una época en la que el problema era encontrar un balón para jugar, mientras que ahora que todos tenemos balón,  lo difícil es encontrar alguien que quiera jugar con nosotros.
 Y desde luego vivió en un tiempo   que, como todos fue mejor que los anteriores y peor que los siguientes, aunque la gente era igual de feliz o infeliz. Una época en que las vacaciones duraban siete días y la ropa toda la vida. O varias vidas. Un tiempo en que se compartía todo  porque no había más remedio. En que las crisis mataban directamente a dos de tus hermanos. Con sueños e ideales pero sin cultura. Donde la gente no leía porque no sabía y estaba delgada porque pasaba hambre. Y nadie llegaba a los 90 porque en el fondo sabían que no valía la pena morir en un hospital rodeado de tubos y vías.
Tampoco  había guarderías ni residencias de ancianos. ¿En qué momento del siglo XX se nos acabó el tiempo para la familia y los amigos? Tampoco había gracias a dios L-Casei inmunitas, ni benecol, ni Omega tres, ni leche de soja, ni celíacos, ni yogures con fibra, ni barritas energéticas, ni leche enriquecida con calcio, ni alimentos orgánicos ni prebióticos, ni cerveza sin alcohol o café descafeinado  y curiosamente nadie sabía que era la flora intestinal.
Y enfrente mío esta Dora, poetisa alavesa y rapsoda,  que no para de hablar en las dos horas que está pasando una poesía a limpio. Y dice que su marido lleva en coma treinta años y que ella se encuentra sola porque claro, no puede hacer su vida, ni deshacerla y me dice que ha progresado mucho, y le miro y no se me ocurre que decirle.