Esta historia tiene dos capítulos aunque solo escribiré el primero. Se llama Asunción. Se trata de una persona que todavía no conozco pero que representa mucho para mí. Nació hace 93 años a la vez que Ceaucescu y cuando fallecía Klimt victima de la gripe española. Un año en que en Suecia decidieron dar el voto a la mujer y en que Europa seguía convulsa por la guerra. Nuestro intercambio ha sido simple: Me ha escrito una carta donde me ha descrito las cosas que le gustan y yo le he pintado un cuadro que terminaré mañana. Sale perdiendo.
A ella le dieron un cuestionario y en él me cuenta que de profesión fue dependienta. También hay un pequeño tachón junto a la palabra DEPENDIENTA, de lo que deduzco que ha sido más cosas pero creo que como síntesis de una vida le ha gustado más lo primero. Nació en Bilbao pero desde muy niña ha vivido en el casco viejo de Vitoria. Desde luego ha vivido en Vitoria más años que la mayoría de los vitorianos.
Me cuenta que recuerda como de pequeña, cuando venía el coche de la Marquesa de la Alameda a Vitoria todos los niños bajaban la calle corriendo y esta les daba a cada uno una moneda de 5 céntimos para golosinas. La Marquesa en cuestión desciende de quien fuera alcalde de Vitoria allá por 1780 a quién Carlos III concedió el título nobiliario por su lealtad.
Vivía en esa casa de fachada pintada y adornada con grecas amarillas al lado del Portalón, hoy desvencijada esperando que alguien se invente otro museo al que no irá nadie. Uno se imagina a una señora marquesa, ya mayor, con más sirvientes de los que se podía permitir, tratando de sobrevivir de unas rentas que cada vez daban menos. Vendiendo y arrendando. Y tratando de seguir el ritmo de vida que llevó su madre y su abuela y rechazando el cambio que la gente venía pidiendo, y que acabó en la segunda republica que se empeñaron en resumir.
Y me cuenta Asunción que de pequeña tenían como tradición guardar cada noche vieja un trozo de pan y comerlo todos juntos la noche vieja siguiente untado en vino. Claro, menos cuando llegaron las restricciones y el racionamiento en que tenían que ir poco a poco guardando el pan para que durase hasta la Nochevieja. Y me da la impresión de que vivió en una época en la que el problema era encontrar un balón para jugar, mientras que ahora que todos tenemos balón, lo difícil es encontrar alguien que quiera jugar con nosotros.
Y desde luego vivió en un tiempo que, como todos fue mejor que los anteriores y peor que los siguientes, aunque la gente era igual de feliz o infeliz. Una época en que las vacaciones duraban siete días y la ropa toda la vida. O varias vidas. Un tiempo en que se compartía todo porque no había más remedio. En que las crisis mataban directamente a dos de tus hermanos. Con sueños e ideales pero sin cultura. Donde la gente no leía porque no sabía y estaba delgada porque pasaba hambre. Y nadie llegaba a los 90 porque en el fondo sabían que no valía la pena morir en un hospital rodeado de tubos y vías.
Tampoco había guarderías ni residencias de ancianos. ¿En qué momento del siglo XX se nos acabó el tiempo para la familia y los amigos? Tampoco había gracias a dios L-Casei inmunitas, ni benecol, ni Omega tres, ni leche de soja, ni celíacos, ni yogures con fibra, ni barritas energéticas, ni leche enriquecida con calcio, ni alimentos orgánicos ni prebióticos, ni cerveza sin alcohol o café descafeinado y curiosamente nadie sabía que era la flora intestinal.
Y enfrente mío esta Dora, poetisa alavesa y rapsoda, que no para de hablar en las dos horas que está pasando una poesía a limpio. Y dice que su marido lleva en coma treinta años y que ella se encuentra sola porque claro, no puede hacer su vida, ni deshacerla y me dice que ha progresado mucho, y le miro y no se me ocurre que decirle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario