jueves, 20 de enero de 2011

Victoria no

   
  Se han contado tantas historias románticas sobre la guerra civil que alguien tenía que contar la verdad. La verdad con minúsculas claro, la verdad que vivió un soldado que no ganó ninguna batalla, que no había leído mucho más que el catecismo, que no sabía quién era Marx y que no eligió estar en aquella guerra de hermanos hambrientos, en aquel capricho de quien gobernaría este bendito país durante 40 años. En ese gigantesco tablero de damas en que todos los cuadros eran negros, en que se cambian cromos y algún alemán que otro hace experimentos. En esa ruleta en que siempre ganaba la banca. En aquella guerra en que como dijo Orwell lo peor no eran las balas, ni el enemigo, lo pero era el frío, el hambre, los piojos y sobre todo el aburrimiento. Salvo cuando lo peor era el calor, la sed por los chorizos en salmuera y la añoranza de los tuyos. Y montar y desmontar, y cavar tumbas y enterrar. Porque la única manera de saber que te acercabas al frente era porque había más cadáveres que enterrar. Y la única manera de conocer cuando había sido la última escaramuza era por el grado de descomposición de los mismos.
    Y al recluta le llamaron la atención sobre manera aquellos  moros que venían del Sahara occidental, que antes estaba mucho más lejos que ahora, y que los mandaban directamente  al frente. Eran como la mano de obra barata de hoy en día -y es que Franco era un visionario! Y como costaba enterrar a los condenados de lo hinchados que estaban tras varios días a la intemperie! Y aquellas dentaduras llenas de dientes de oro que le sonreían a uno con una mueca sarcástica que decía “te espero al otro lado” y aquellas fotos que llevaban en los bolsillos  de familiares y cartas y otros objetos que también quedaban enterrados porque no eran, desde luego buenos momentos para la burocracia o el papeleo y todo lo que no fuese comida o tabaco-¿Sería Brunete considerado hoy espacio público, porque gente había un puñado?-iba al hoyo.
   Y la diosa fortuna quiso que sin apenas terminar la instrucción en Vitoria, a los republicanos se les ocurriese montar lo de Brunete para escarmentar a los nacionales que querían rodear Madrid y allá que se fueron el recluta y otros dos mil en trenes, camiones y sobre todo a pata que era lo más ecológico. Y claro,  le dan a uno el mosquetón, dos cajas de balas y dos granadas y bueno, al principio hace ilusión pero luego hay que llevarlo hasta allí. Y cada día había que reinventar una cama, un plato y algo que poner dentro y limpiar las botas, las tuyas y del que toque. Aún en los peores momentos se les ve luciendo lustrosos un uniforme que ya se les ha quedado dos tallas   grandes.
    Pues Brunete fue el principio del fin para los republicanos, que tenían muy buenas intenciones pero poca disciplina y organización. Vamos que, en palabras de nuestro recluta,  de la zapatería a uno le ponían directamente unos galones y a dar órdenes, o desordenes, según se mire porque numerosos fueron los casos de insubordinación y es que la guerra y la libertad de expresión nunca han sido muy amigos.
   Y llegó el día del combate que duraría 20 días y en que morirían unos 40.000  hombres entre ambos bandos. Y la idea era ir avanzando entre matorrales, calor y el picor de los piojos e ir conquistando colinas, montículos y promontorios y cavar zanjas y trincheras. Y darle matarile a todo aquel con quién  se toparan. Y 50 balas que descerrajaron en un santiamén hasta que el capitán grito aquello de " A la bayoneta calada" que quiere decir que bueno, balas no hay,  pero hay que echarle un par y al que dé un paso atrás le damos el paseo. Y el recluta se lanzó con fulgor hacía esa colina detrás de la cual no sabía si le aguardaba la gloria o la muerte, o más aburrimiento y más zanjas que cavar que era lo más normal,  cuando se giró y vio que estaba solo. Que los otros corrían montaña abajo como alma que lleva el diablo y bueno,  cogió las dos granadas que le quedaban y las tiró a una nube de polvo y humo que podía ser el enemigo o un toro de lidia y sin esperar a que explotasen volvió raudo con su unidad donde fue recibido con una palmadita a la espalda. A aquello sí que se le podía llamar una unidad, o casi. Ni medallas, ni homenajes, ni ascensos. Lo que el recluta quería era volver, pero el partido no había hecho más que empezar y no se podían hacer cambios salvo por lesión …o muerte.


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