lunes, 21 de marzo de 2011

La Felisa








Velillas del Duque es un pequeño pueblo. Apenas quedan veinte casas en pie aunque probablemente las más interesantes sean las que ya no lo están. Como aquella que había en la calle mayor cuando todavía no se llamaba calle mayor porque sencillamente no se llamaba. Alguien la había abandonado a toda prisa. Había platos en la pila, sábanas en las camas, cuadros, espejos  y hasta los orinales estaban debajo de las camas. Era de ladrillo y era la única que se distinguía por su elegancia. O aquella otra al lado de la casa de La Felisa que tenía una locomotora de tren en su interior y un carro viejo en su patio. Aunque a su hermano no le hacía mucha gracia que entrásemos.
Aquel día cogí el coche para ir a Saldaña como muchos días. Saldaña era el  pueblo grande que hay cerca de todos los pueblos pequeños. Son seis kilómetros que se hacen en apenas cinco minutos pero que requería toda una preparación: había que ducharse, peinarse y asegurarse de que nadie del pueblo necesitase que le comprase algo. Es un pueblo que a mí me parecía grandísimo aunque viniese de una capital. Había de todo: carnicerías, pescaderías, bares, discotecas, colegios…y todo esto con solo tres mil habitantes. Y siempre hacía sol. Menos aquel día.
Cuando estaba a punto de llegar, después de pasar los cárcavos, vi a lo lejos una figura encorvada y macilenta que avanzaba hacia mí. Es curioso cómo somos capaces de reconocer los andares de cualquier persona que nos resulte familiar. Era La Felisa. Y ¿cómo no? Paré. Me dijo que iba al pueblo. ¿A dónde si no? Hacía un viento horrible y ella apenas llevaba un vestido de hilo y una chaquetina. Se sentó en el asiento del copiloto y comenzó a hablar. Llevaba una garrafilla de Anís. Todos tenemos secretos inconfesables. Reparé en sus piernas. Estaban llenas de magulladuras y me dijo que un perro se le había tirado. Y me dijo, como cada vez que me la encontraba, mi edad y la fecha de mi nacimiento. El cuatro de Julio. Justo el día que cayó la chispa en su casa. La chispa era un rayo y por lo visto se llevó por delante a uno de los machos, que no eran otros que los encargados de hacer las labores del campo. Ella nunca conoció el tractor. Ni el bruto de su hermano.
No me lo decía con agrura. Solo para demostrarme lo lúcida que estaba. Y cuantas más veces me lo decía en un mismo verano más certeza me daba. La Felisa hablaba con esa voz a la que parece le falten revoluciones y sobren dos o tres tonos. Era un llanto seco, una especie de quejido. Te miraba con esos ojos de quien mira más de lo que le miran. De quien busca oros pero siempre le han dado bastos. De quién solo está solo.
Al llegar a casa mi abuela, que como siempre me estaba haciendo una tortilla de patata,  por la que nunca le di las gracias, me contó que la Felisa había tenido un hijo de joven y que se decía que era de un pastor, aunque las malas lenguas decían que no había habido en el pueblo  más pastor que su hermano en busca de calor. Pues resulta que al niño se lo quitaron entre la madre, el cura y las monjas de un convento y luego le dieron que había muerto. Ya se sabe, por el qué dirán. Como que no iban a decir nada de otra manera.
La Felisa siempre buscó a este niño. Lo buscaba cuando estaba en la solana hablando con la Dominica hasta que la sombra ganaba la batalla al sol. Lo buscaba cuando iba al lavadero con una camisola que lavaba y relavaba mientras hablaba con una y con otra. Cuando salía a pasear a las cuatro de la madrugada en camisón con las medias rotas  por el pueblo. O cuando iba a Saldaña a buscar su penitencia y su consuelo.
Al final, la metieron  en una residencia en Saldaña para que no tuviese que ir andando todos los días, y hasta un día se escapo y fue a buscar a ese niño. Fue fácil dar con ella  camino de Velillas. Con las piernas ensangrentadas porque se había caído al rio. O se había querido tirar, como más de uno de ese pueblo.
Y  no era un niño sino una niña y desde luego no estaba muerta. Años después de que falleciese La Felisa, aunque nadie en el pueblo sabe con certeza cuándo ocurrió esto, un programa de televisión de esos en los que hijos buscan a sus  madres llegaba a Velillas para alborozo de todos. Llegaba tarde a un pueblo al que la también la televisión había llegado  tarde.

3 comentarios:

  1. Presentaciones.Hola Aitor, una amiga común me ha recomendado tu blog, y como no podía ser de otra manera me ha gustado mucho.Texto e imagen, imagen y texto me parecen muy buenos.Mis felicitaciones. Te seguiré. Patxi.

    ResponderEliminar
  2. Pues muchas gracias tio.Qué intriga!
    ¿¿Quién será esa amiga común o ese tal Patxi??

    ResponderEliminar
  3. Has retratado la realidad como si la hubieses vivido......, y pienso que eres mucho más joven que todo aquello.

    ResponderEliminar